Hoy hay una celebración solemne en el Congreso. Hace cuarenta años que se nos dio la oportunidad de votar por primera vez después de otros tantos años de oscuridad. A pesar de la prevalencia del franquismo en algunos estratos, el horizonte parecía despejado. Nosotros, El Pueblo, habíamos decidido poner toda la carne en el asador para, de una maldita vez sacar a este país de la inmundicia. Franco, en su inmensa ignorancia, con la inestimable ayuda de los tecnócratas, había convertido a España en un lugar donde cualquier empresa podía instalarse (mano de obra barata y virgen) y donde cualquiera podía venir a pasarse unas vacaciones, también baratas. Todo barato, ¡oiga! No, la gente quería otro modelo de país: potente, industrial, serio, fiable...
Los que en aquel momento éramos jóvenes teníamos ilusión. Sabíamos que la transición a la democracia había sido una negociación con los fascistas, que aunque se les había vencido en la calle con la presión que se había ejercido durante los últimos años de vida de Franco y, especialmente justo después de su muerte, se había aceptado un precio por la retirada. Había habido un pacto. ¿Cual fue el precio? Bien, pues, ni más ni menos que limitar la calidad de la nueva democracia mediante leyes restrictivas. Ya se ve lo que es La Constitución, algo casi intocable, a pesar de su estrechez. Y también se ve lo que es la Ley Electoral. Una ley realmente dañina que limitó absolutamente el desarrollo democrático, y por añadidura económico de nuestro país.
Imaginábamos en el 77 que al consolidarse la democracia, poco a poco, se irían retocando estas dos leyes, que se adaptarían a lo que debía ser una democracia de verdad. Algún día las fuerzas progresistas tomarían el poder y comenzarían los cambios. En el 77 fuimos a votar, aunque no a elegir a nuestros representantes. Los que los partidos comparecientes ya los habían colocado en unas listas. Los electores solo asentíamos a su selección. Todos sabíamos que esto no era muy «democrático», pero que de momento valía para unas cuantas elecciones hasta que las cosas enfriaran. El ambiente estaba todavía demasiado caliente.
Durante las dos o tres primeras elecciones, lo de las listas funcionaba. Allí estaban los nombres de las personas más valiosas, y así, España avanzó rápido y bien. Pero poco a poco, esta gente capaz y eficaz y con criterio tuvo problemas. Su criterio, a veces tropezaba con los intereses del partido, que, a menudo no coinciden con los de los ciudadanos. Así que, estas personas de peso, se vieron desplazadas con el tiempo por otros cuyo único mérito era la lealtad: «el que se mueva no sale en la foto». Y aquí es donde empieza la orgía.
Los partidos deciden no tocar la ley electoral. No quieren que el pueblo elija a sus representantes directamente (Francia, Reino Unido); ni siquiera en doble voto partido/persona (Alemania). Los partidos quieren mantener el control de los nombres, aunque fuera a costa de mantener una baja calidad democrática. Entendieron, todos, que El Pueblo ya tenía suficiente con aquello y no necesitaba elegir directamente a nadie. Ya lo hacían ellos; el Pueblo podía equivocarse. Lógicamente las listas fueron cada vez más infumables. A veces daba asco ver los nombres. Daba igual. Se había lanzado un mensaje nocivo: «hay que ir a votar, aunque sea tapándose la nariz». Y el Pueblo, ignorante, iba. Todo parecía marchar bien. Definitivamente, los electores tenían suficiente con aquello. No necesitaban más.
Pues bien, aquí estamos cuarenta años después. No tenemos a Franco ni un partido ni un sindicato único. Tenemos muchos partidos y sindicatos. También tenemos libertad (limitada) de expresión y de movimiento y de asociación. Sí, es verdad, algo hemos avanzado. Pero esto ya se había conseguido en el 77, en el minuto uno. Lo único que pasó fue que se consolidó.
Así que, merced a la baja estofa general del personal al cargo de la cosa pública y de las leyes, no se pudo realizar nuestra ilusión juvenil de hacer de España un país potente y avanzado. A pesar de habernos dejado la piel trabajando, formándonos, pagando impuestos, etc... La clase política no respondió. Sí. Tenemos un grado alto de libertad. Pero seguimos siendo un país que basa su economía en ofrecer mano de obra barata, y turismo de baja ralea. Justo como lo dibujaron Franco y los tecnócratas.
¿Habrá sido este el pacto de la transición? ¿Mantener el esquema franquista durante cuarenta años más? Da la impresión de que sí, y de que incluso pueden ser muchos más de cuarenta.
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